Con junio llega el final del curso y, con él, el momento de hacer
un alto en el camino para reflexionar sobre todo lo aprendido durante estos meses y sobre lo que
se ha quedado en el tintero o no salió según lo planeado.
Un fin de curso distinto y distante; un fin de curso triste,
con las aulas vacías de antemano, y sin la música en el patio; música de
vuestras voces, de vuestros juegos, de vuestras risas.
Pero si hay algo que aprendes con los años, es que no hay
que dejar pasar ninguna oportunidad y ningún motivo para dar las gracias; que
de cada experiencia que te da la vida, hay que sacar una enseñanza que hay que
aprender a valorar.
Este año me tocó estrenarme en el cole. Nuevos alumnos,
nuevos compañeros. Eran muchas las ilusiones y expectativas que llevaba en mi mochila y, aunque muchas de
ellas hayan podido quedarse en el aire, otras se han materializado a través del
trabajo en equipo, de buenos ratos en compañía de mi nueva comunidad, de la
empatía en momentos difíciles, y del cariño en tantas situaciones entrañables.
Doy gracias por el acogimiento recibido por parte de las
familias de mis alumnos, cada una con sus realidades y distintas situaciones. Me
siento feliz de haberlas podido ayudar, y de haber recibido su apoyo, sobre
todo con el trabajo de estos últimos meses. Doy gracias por su ayuda, su
esfuerzo y su papel de maestros, porque sin
su colaboración y dedicación no hubiera sido posible.
Agradezco el haber sido el maestro de veintitrés niños riquísimos
a cual más, que me han sacado risas, que me han sacado lágrimas, que me han
emocionado en cada proyecto, en cada trabajo, en cada abrazo, en cada
reencuentro. Y aunque escucharlos y entenderlos a través de una pantalla, haga
que se pierda la magia que tiene la escuela, agradezco el haber podido mantener
el contacto con ellos de la manera más cercana posible en estos momentos.
Y esperaré la vuelta en que podamos reencontrarnos, en que podamos abrazarnos, en que
podamos recuperar aquellos besos que no se dieron.
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